El Concilio presentó en positivo el significado y alcance de la vocación laical: incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, ejercemos en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que nos corresponde (LG 31).
En este sentido, lo propio de esa llamada es precisamente el “carácter secular” (ChL 15). Nos ilumina el bautismo. El bautismo está en la base de toda forma de vida eclesial. Toda persona bautizada, cualquiera que sea su vocación, vive la misión desde la eclesialidad y la secularidad. El fiel cristiano laico concreta de manera propia y particular estas dos dimensiones. Pero la dimensión secular no es tanto un dato sociológico sino más bien una perspectiva teológica porque sitúa al laicado en su vocación que lleva inseparablemente una misión. ”La misión en el corazón del pueblo no es una parte de mi vida, o un adorno que me puedo quitar; no es un apéndice o un momento más de la existencia. Es algo que yo no puedo arrancar de mi ser si no quiero destruirme. Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo” (EG 273).
En esta cita aparece con fuerza la vocación y la misión. La vocación es un pilar antropológico. La vocación unifica la persona. Hay formas diferentes en el seguimiento de Jesús. “Las vocaciones eclesiales son, en efecto, expresiones múltiples y articuladas a través de las cuales la Iglesia cumple su llamada a ser un verdadero signo del Evangelio recibido en una comunidad fraterna. Las diferentes formas de seguimiento de Cristo expresan, cada una a su manera, la misión de dar testimonio del acontecimiento de Jesús, en el que cada hombre y cada mujer encuentran la salvación” (DF 84).
La vocación y la misión son la cara y la cruz de la misma moneda. Hasta ahora hemos hablado de la vocación como del pilar donde se asienta la vida cristiana. Unido a este pilar hay otro que es la misión. “Yo soy una misión”. La misión está dentro de la expresión ‘yo soy’, afirmación típicamente antropológica. La antropología del don, iluminada desde la misión, lleva hasta la salida de sí: ser para los demás y con los demás. La pregunta fundamental que hemos de hacernos no es quién soy yo, sino quién soy yo para los demás. En este sentido, la antropología del don tiene un carácter profético en un mundo que se asienta en una antropología de la indiferencia: “nos volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe” (EG 54).
Vocación y misión se concretan, en expresión del Papa Francisco, en el deber de vivir nuestra fe como “discípulos misioneros”: “[c]ada uno de los bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de ilustración de su fe, es un agente evangelizador, y sería inadecuado pensar en un esquema de evangelización llevado adelante por actores cualificados donde el resto del pueblo fiel sea sólo receptivo de sus acciones. La nueva evangelización debe implicar un nuevo protagonismo de cada uno de los bautizados” (EG 120).
Estos dos criterios tienen tres consecuencias pastorales urgentes:
— desarrollar una pastoral en clave vocacional. “Es muy importante explicar que, solo en la dimensión vocacional, toda la pastoral puede encontrar un principio unificador, porque en ella encuentra su origen y su cumplimiento… El objetivo de la pastoral es ayudar a todos y a cada uno, mediante un camino de discernimiento, a alcanzar la madurez que corresponde a la plenitud de Cristo” (DF 139).
— potenciar una eclesiología misionera. “Solo una comunidad unida y plural sabe proponerse abiertamente y llevar la luz del Evangelio a los ámbitos de la vida social que hoy nos desafían: la cuestión ecológica, el trabajo, el apoyo a la familia, la marginación, la renovación de la política, el pluralismo cultural y religioso, el camino hacia la justicia y la paz, el mundo digital. Esto ya está sucediendo en las asociaciones y movimientos eclesiales” (DF 132).
— y vivir la comunión eclesial, cuya fuente y culmen es la Eucaristía, que se manifiesta particularmente en el Domingo, día del Señor y de la Iglesia. “La Eucaristía dominical, congregando semanalmente a los cristianos como familia de Dios entorno a la mesa de la Palabra y del Pan de vida, es también el antídoto más natural contra la dispersión. Es el lugar privilegiado donde la comunión es anunciada y cultivada constantemente. Precisamente a través de la participación eucarística, el día del Señor se convierte también en el día de la Iglesia, que puede desempeñar así de manera eficaz su papel de sacramento de unidad” (NMI, 36).
Todo ello, en el contexto de la vocación como camino de santidad, como fruto del Espíritu Santo en nuestras vidas y en nuestras comunidades, porque toda vida es misión. El Papa Francisco nos llama personalmente a ello: “tú también necesitas concebir la totalidad de tu vida como una misión. Inténtalo, escuchando a Dios en la oración y reconociendo los signos que él te da. Pregúntale siempre al Espíritu qué espera Jesús de ti en cada momento de tu existencia y en cada opción que debas tomar, para discernir el lugar que eso ocupa en tu propia misión. Y permítele que forje en ti ese misterio personal que refleje a Jesucristo en el mundo de hoy” (GE 23).